Friday, May 16, 2008

Demonios del backyard

(fragmento)


Foto: Semana de la Narrativa Urbana. Miércoles 25 de abril de 2007. En la foto aparecen de izquierda a derecha: Eduardo Cobos, Marianne Díaz, Mario Morenza en plena lectura de Demonios del backyard y Federico Vegas.

Desde la ventana de la habitación de los niños se ve el backyard, a diferencia de hace once años. Estuve amontonando las diferencias entre el backyard de ahora con el de aquella época y encontré tantas como minutos llevo en el pueblo: unas treinta. Casualmente, o sin el casual, hoy es Día de Llamas. También he telefoneado dos veces y apagado el aire acondicionado para que Julia lo encienda y cierre las ventanas. Mi camisa está desabotonada. Ahora, espero tranquilo a Julia tras dos meses de simulacros sin riesgos.
A las cinco de la tarde dejábamos la playa para venir a conmersar. Hoy me quedo en lo de siempre –por última vez– o en lo que antes nunca pensé en quedarme. Y sepultado por trapos sucios habilité una ranura entre las telas para ver pasar las moscas. Las veo rayar el aire. Veo mi reloj que anda cada vez más lento. La pared reñida con la pintura, saturada de dictiópteros. Un faro amarillo. Un tubo de escape que imita una escopeta paleolítica. Las ventanillas que cerraré. Muy cerca, en el suelo, veo un dado que señala dos.
Acabo de llegar de la ciudad y he mirado las fotos de Julia en la sala, comprobando que siguen ahí, menos las mías. Vi a Julia con personas que ya no son y formaron parte de su vida con un apego tan delgado como la capa de polvo del aparador, una parranda de recuerdos sobre cada anaquel. Julia, no nacida o sólo vecina en aquellos tiempos fotografiados, heredó la Casa de un tío y éste de otro, un militar sin medallas ni rangos, cuyo único testimonio es un daguerrotipo que delata su torpeza en ropajes y que la estética de los Contreras es un defecto genético.
La mayoría de las veces íbamos Tía Bertha, Julia y yo. Hoy es como volver a los setenta. Los muebles, cerraduras y cuadros siguen siendo los mismos. Lo primero es el comedor decimonónico por el que anduve como si me pesara el aire. El aparador de la sala exhibe objetos dignos del British Museum. Hay un baño en el piso superior. El arquitecto seguro intuía que el uso de la escalera previo a necesidades biológicas ablanda intestinos y endurece pantorrillas. Cuando ha de requerirse, se ve una topografía de tapices en la pared que corrobora la evolución de los antigustos de la familia, actividad que ablanda la retina. Arriba, tres de las cinco puertas son alcobas. A dos de ellas entré. La restante parece sellada y no me animé a forzar picaportes. Terminé por desabotonarme por completo la camisa. La habitación grande tiene una ventana que da a la Calle Principal. (Es posible que durante los últimos tiempos yo hubiese pasado por esa misma calle y mirado, atento, hacia donde hace minutos miré y vuelvo a comparar diferencias. La urbanización en la que Julia habita no se encuentra muy lejos de Casa, a unos quince minutos automotor. También he pasado por allá. He visto el Jeep. El mismo del tubo de escape que veo a medias y que he fotografiado al lado del rústico de Julia. Ella pudo estar o no en esos momentos. Pero nadie presagia nada que ya es pasado como si tentara al futuro.) Entre el departamento de Julia y Casa se ha tendido una línea invisible por la que ella peregrina con absoluta naturalidad. Desde la habitación de los niños se deja ver el backyard: una llanura agarrotada de sombras densas, densas y cebradas, una intriga de palmeras datilera y más allá algunos Zygoptera –o caballitos del diablo, como insensiblemente se les llama. Caminar en línea recta es imposible. Se ve puro monte empecinado en crecer y en no dejarse cortar con la sumisión de antes, como si sus raíces surcaran la Tierra para ir a otro cielo, a otro backyard.
Después del caso del demonio del backyard nunca supe de otro tan historia pueblerina. Yo vi cuando muchacho un demonio. Vomité la noche y toda la noche. La babaza hasta por la nariz. El demonio comió mi apetito. Después yo raquítico, sueros y ¡ay!, cállate que ahí viene el doctor. Hoy que llego vomitado por la ciudad, he revisado las alcobas. La de los niños vacía, sin ningún rastro de desarreglos de sábanas. Y el baño. Había dos toallas húmedas que colgaban en dos de tres garfios. Oriné. Pensé que el estertor del inodoro no iba a parar. Se botó el tanque. Se encharcó el piso. Resbalé. Caí de culo. Sequé el piso con las toallas. Las exprimí en la regadera. En el cuarto de Julia –antiguamente de sus tíos, luego de ella y míos– se sospechaba la trémula mano de quien padece Parkinson. Todo era un caos espeso. Ordenarlo era un desatino mental. Podía mover cualquier objeto con la seguridad de que Julia lo pasaría por alto: escondí el remote control. Moví un elefantito de cristal. Enderecé el retrato de Bertha al óleo. Las alacenas tienen comida para abastecer a un centro de acopio en Burundi. El bar haría lo mismo con las cantimploras de una excursión irlandesa al Sahara. En la nevera el agua yo la he alterado con un veneno para ratas. Bebí una de dos cervezas. Eructé. De allí, pasé a donde estoy, en el garaje, agazapado y con la imagen de las llaves del Jeep que busqué y hallé en el comedor de pisa-papeles. Ahora me encuentro entre la lavadora y la pared ubicadas en el garaje. No me verán. Un monolito de trapos sucios. Los hendí para ver moscas suicidas partirse las antenas. Las veo cómo rayan el aire. Veo mi reloj que anda como renco. La pared reñida con la pintura. Veo dictiópteros que hacen de la pared una superficie nerviosa, inestable. Veo un faro amarillo. Veo las ventanillas que cerraré. Veo el dado que ahora señala uno.
Son las cinco menos cuarto.
Ya estoy harto de esperar y Día de Llamas.


En el verano del ´75 comenzó lo raro. Tía Bertha, la tía de Julia, con su bañador de película de los cincuenta, nos vigilaba la vida. Yo tenía catorce y Julia dieciséis años y creíamos contaminarnos de la moda de su tía: escuchábamos tangos y veíamos películas mudas. Por esa época, le dio un ataque de argentinidad que le duró como tres años. Julia, no por ese anticuaire, influenciado y cortesía Bertha Contreras C.A., carecía de atributos que homenajeaban al Día de la alimentación: sus pecas frijoles risueños, labios jugosidad sandía, pechos vocalmente abarcables, adobaban una piel caramelo descansado. Los frecuentes mareos y vómitos que aguanté en el Ford de Tía, camino a la playa o de la ciudad a Casa o de regreso a la ciudad, creo que se debieron a la admiración de orgánicos bimundos que a las angucurvas de la carretera. Recuerdo un día en que recién terminábamos Primaria que de recompensa Tía nos llevó a mirar el océano desde la panorámica más alta de kilómetros a la redonda de Cima Mar. Sólo se podía en carro e irse por serpenteadas vías. En la cumbre, la resolana del Caribe nos taladró las sienes, nos veló un horizonte de un azul multimatizado. Julia se hacía la niña valiente y repetía a cada rato que a ella el sol nada. Yo, haciéndome el imperturbable, aguanté sin éxito un vómito. Después del comentario, no pude más y eché al acantilado toda la babaza acumulada. Vacié lo necesario para llenar tres potes de mermelada. Tía Bertha nos había dicho que no nos acercáramos a ella porque haría cosas y necesitaba silencio y soledad, que nos quedáramos jugando a unir palabras. De allí salió solencio. Cuando me lancé al borde de la montaña, vi a Bertha agachada en una pendiente de angulación retadora para un alpinista. Cantaba en lengua inédita, rebosada de amuletos que por su entintada avisaban años de lluvias y oxidaciones. Después de ella todo era un vértigo de náuseas. En uno de esos viajes me fui doblemente enjuliando.
A Julia la veía a diario en la ciudad, ya en el Bloque 4 o ya en el liceo y hola, qué tal, la cantina, biología, empanada y tamarindo, es bueno desayunarse, siempre decía. Ella iba y venía con sus compinches hablando de Leonardo Favio. Si yo me acercaba, entonces el encimoso. Un chisme sobre el profesor Marín me concedía minutos de ella (y sus amigas). Nunca conmersábamos en esas geografías metropolitanas. La atmósfera costeña la revestía con una invisible pomada magnética. O sólo ideas mías y era porque no tenía con quien más hablar. Me mareaba desde el desayuno hasta la noche cuando nos dormíamos en chinchorros cercanos. Cuando nos tocaba arriba, dormíamos en alcobas separadas. En una de esas noches fue que, al despertarnos y no poder dormir, aprovechamos y salimos al backyard. Esto nos estaba vedado a partir de las seis. Salimos varias veces y protegernos de los mosquitos se convertía en prioridad. A la mañana siguiente, las ronchas sanguinolentas y arañadas evidenciaban la andanza nocturna, la criminal impavidez de Los Guardianes del Aire, como les bautizamos. Ninguno le decía nada a Bertha. Pero la lealtad sólo llegaba hasta su interrogatorio glucósido: “La verdad o no pastel”. Método infalible que hacía contradecirnos. Me contradije muchas veces. Todo debido a que por esos días escuché una entrevista radial en la que alguien decía hombre estúpido era el que no se contradecía por lo menos tres veces diarias. Tal fue mi temor a ser un hombre estúpido que el contradecirme se convirtió en hábito. En una mañana tripliqué esa escala anti-estupidez en mi contra, precisamente en el test psico-pastelero de la Tía. Contrariado, me avoqué a blasfemar mentalmente sobre la extraña hipótesis y sobre la imagen de Julia merendándose el pastel con un apetito afín al de los mosquitos merendándose nuestros brazos y espaldas. Una sacudida de impotencia que se hizo sentir en el estómago. Dudé. Me atosigaba que el fallo se debía a lazos sanguíneos, si es que quedaba algo de sangre en Julia después de su donación forzada a esas alimañas draculinas. De todas maneras, Julia y yo, con perfiles anémicos, nos volvíamos a concialiar para backyard de noche. Sólo la imagen del demonio que vi, mas Julia no, aplacó el vicio de explorar el terreno que de día era lo más vulgar del mundo. Me cansé de bombardearlo con mi china-caza-lepidópteros. La noche que vi al demonio del backyard me cansé de vomitarla (a la noche, claro).
Tres o cuatro años después, llegaría una interminable tarde de verano y cítricos en que Tía Bertha salió al pueblo a comprar no sé qué cosas e iba a tardar (y tardó) como dos horas en regresar, eso nos dijo, que iba al pueblo a comprar cosas. Antes de marcharse nos dejó encargados de Casa. Para que nos quedáramos tranquilos no escatimó el pulso clínico en sostener una jarra frambuesa –que me recordaba al vestido empepitado de Julia para los Fin de Año– llena hasta el tope de jugo de naranja y con sendas rodajas de limón encajadas en los bordes. La bebimos entera antes que Tía Bertha encendiera su Ford y lo sacara del garaje. “Nada de dislates aquí”, dijo con su tono de profesora de gramática jubilada. Esa tarde no bombardeé el backyard. En menos de cinco minutos me comenzó una garraspera en la garganta. En cinco minutos estábamos haciendo ejercicios en los cuatro-metros-escaleras-arriba y quien-llega-primero-al-baño. Recuerdo que yo tenía como quince casi dieciséis y, que, para esa época, a Julia dos-años-más le había salido una espinilla en la frente que provocaba incluirla en la dieta de frutas de la Tía. Agotados, invadimos la habitación de Bertha, territorio tan prohibido como el backyard 6 p.m. Nos zarandeamos en la cama con un acoplamiento sísmico. Quedamos bocarriba, frente a una pintura que mostraba a Tía veinte años más joven antes de morir y viendo la constelación de animalitos aéreos que se situaban en un techo que hacía de helipuerto invertido y que Julia aprendió a leer como si se tratase de un oráculo. Lo cierto es que a las pecas, al vestido empepitado, se le agregaba otro elemento que confesaba su extraña atracción por las superficies punteadas. Mi tímido acné no la desanimó. Julia me quitó la tembladera y la ropa con mimos maternales y olfateos de quien descubre una fragancia. Puede que los animalitos profetizaran fuego en su cielo inferior. El cromosoma de la delicadeza en Julia se descostró. Ella me enterneció por frágil, por volverse tosca y vehemente al responder o al no encontrar palabras. Me enjulió su mano que nada tenía de inflexible y sí mucho de nariz y rizos secos. Según Julia gozosa puse rostro de intoxicado con calamares. Le extirpé su espinilla mía favorita en venganza.
Las salidas al pueblo de Bertha aumentaron. Los retoces se volvieron habituales. Sólo teñidos bajo la mirada giocondiana de la Tía al óleo, que renacía de sí misma y recordaba su regreso toda emperifollada de amuletos y guirnaldas imprecisas.
Después la de los vómitos fue Julia...

La primera historia de la 209


Fragmento del cuento Melancólicos anónimos


Mientras Marco Macchini duerme su agitado sueño, podemos hablar de la 209. Antes de Marco Macchinni muchos melancólicos estuvieron allí. La lista es larga. Jean Lemuit, un inmigrante de origen francés que llegó a costas venezolanas directamente desde New Orleans, fue el primero en ocupar dicha habitación. Entre él y Marco median unos 47 melancólicos en los 20 años de esta sede. La barba de Jean Lemuit parecía originarse de una estampida de búfalos, lo que desamparaba su frescura natural cuando andaba de ánimos: si sus calzados estaban por encima de la mesa su energía era alta. Cuando Lemuit llegó a las puertas de MM.AA. el portero de turno, un mexicano al que le decían Chacho y le faltaba el 74% de sus dientes; desencajó su cara como si viera al mismísimo General Páez llegando con su cuadrilla blindada. A pesar del aspecto desgarbado y la desfachatez de Lemuit, su tiempo en las instalaciones fue efímero. Realmente, no era un melancólico, aunque cada vez que abría la boca era para contar una aventura a las orillas del lago Pontchartrain, que, por lo general, estaban curtidas por las imbebibles aguas hinchadas de sales. Jean Lemuit nació prácticamente en el seno del Pontchartrain, cuando el huracán Betsy arropó con sus vientos todo el poblado e infló sus aguas como a un globo gravitacional. Sin embargo, el hecho que marcó su niñez no fue la destrucción de la ciudad, sino cuando atestiguó surgir del fondo del lago un animal con las proporciones del obelisco de la desmantelada Spanish Plaza. La imagen de la criatura expulsada como un látigo desde el arroyo, le hormigueó durante sus años de infancia y adolescencia. No fue hasta cumplir los dieciocho y dos semanas antes de alistarse en el ejército, que exorcizó su miedo reprimido: se tatuó en la espalda la aparición, que al igual que los huracanes que disminuyen de categoría, ésta disminuyó su veracidad y de fenómeno paranormal pasó a leyenda urbana.
Para aquella época MM.AA. no contaba con una máquina medidora de humores. Todo el que por voluntad propia se considerara melancólico era bienvenido. El diagnóstico de Lemuit era otra automedicación en los registros. El control sobre los niveles anímicos llegaría meses después, al incrementarse la demanda. Jean Lemuit hoy es dueño de una ferretería. Tiene una mujer, seis hijos con ella y ocho prótesis de hierro. Uno de sus hijos, la semana pasada, recortó el aviso de MM.AA. de la prensa local. Hoy bebió con unos amigos y les participó su intención de pasar una temporada allí. Lemuit, se me olvidaba, no sólo fue el pionero en la 209. Además de eso, es el responsable de que se instalaran lonas en forma de toldos amarradas a las canaletas. Lemuit jamás se quiso suicidar, impensable desde una altura de dos pisos. Se rumora, y esto no es leyenda urbana, que, a su salida, embarazó a dos melancólicas. El portero más de una vez lo pilló ir de una ventana a otra en las madrugadas. Una de esas madrugadas, Lemuit resbaló y cayó directo al cemento. Se fracturó los huesos que hoy son sustituidos por ferretería ósea. En el copete de la cama, donde ahora descansa Marco Macchinni, están las letras JL, las iniciales de Jean Lemuit.

Vitrum

(fragmento)


El relato Vitrum fue reconocido como finalista en la
V Edición del Concurso Nacional de Cuentos Sacven, en el 2005.

En el mes de mayo de 2008, fue seleccionado para formar parte de la
"Antología de la Novísima Narrativa Breve Hispanoamericana 2008".


A Adela el primer hueso se le quebró a los siete años cuando corría al colegio para no llegar tarde. El yeso le momificó por dos meses el brazo derecho y se lo firmaron tantas veces que su indescubierta alergia a la tinta le produjo una gripe de cama. Aprovechó el reposo para leerse Las aventuras de Tom Sawyer y aprender a ser zurda. Su tendencia a caerse desde niña se notaba más ya que una caída equivalía a semanas de carreras a hospitales a hospitales a hospitales y farmacias tan surtidas como los colores de su uniforme de primaria: blusa marrón y falda gris. Sus Papás, Guillermo y Ximena, optaron por protegerla con rodilleras y casco de skaters. La primera vez que los usó llegó con retraso y al entrar al salón, sus compañeritos pensaron que se había adelantado el carnaval. Guillermo, al verla llegar a casa, dar un portazo, tomarse un vaso de jugo y reventarlo contra el piso con la cara descompuesta por el llanto, entendió que seguir vistiéndola así le acarrearía trastornos psicológicos.
Cuando Adela cumplió doce años una tía tuvo el desacierto de regalarle una Barbie enfermera. De la muñeca sólo quedó el cabello, parecía una Barbie post-ataque-de-violación, con toda la ropa deshilachada. No es un misterio que el diminuto uniforme, impecablemente blanco junto a esa maletita en cuyo centro resaltaba la emblemática cruz roja, le rememoró los traumáticos días de terapia.
A los trece, Adela ya usaba lentes que competían en grosor con las lupas. “Unas muletas para los ojos”, razonó con la lucidez de un párroco o el desvarío de un enfermo atosigado de morfina. En fin, razonó, si se puede llegar a razonar a 40 grados de fiebre. Resumiendo, Adela quería sus lentes para releer Tom Sawyer.


Adela tenía dos hermanas, o las dos hermanas, Aleida y Aída, la tenían a ella. Aleida, la del medio, exhibía una personalidad que era el opuesto absoluto de Adela. La más pequeña era Aída, cuatro años menor que Aleida y ocho menos que Adela. Los embarazos de Ximena se disponían en perfecta progresión aritmética. Aída no tenía personalidad, o, al menos, no se podía hablar de personalidad a esas alturas de la vida, era un naufragar de comportamientos entre sus dos hermanas, un naufragar que estaba buscando un puerto donde encallar o estrellarse como los vasos de jugo y brebajes que de tarde en tarde lanzaba Adela contra piso o paredes.
En la pubertad, Adela asumió prudencias rigurosas. Caminar por una acera o por una cuerda floja era básicamente lo mismo. Una acróbata tenía tantas precauciones en el trapecio como Adela al subir o bajar escaleras. Ir al baño lo consideraba un deporte extremo. También su vida anduvo por una cuerda floja: de los siete a los quince tuvo veintinueve fracturas, destacan doce en la pierna izquierda y una craneal que por centímetros la deja en coma. A los dieciséis su cuerpo estaba rayado por cicatrices quirúrgicas.
La playa era un territorio que nunca visitaría, al menos no en traje de baño. Playa era una palabra impronunciable ante ella. Claro, se podía editar un diccionario de palabras-impronunciables-ante-Adela y uno tenía que concentrarse en lo que hablaba para no herirla. Un adverbio de tiempo podía ser devastador. Cuando una amiga mía de Cuarto año la invitó a pasar unos días en Cima Mar, me provocó azuzarla ahí mismito, delante de Adela. Pero la cordialidad –o la insidia– de Julia, así se llamaba o le llaman a nuestra condiscípula, redujo la frecuencia de sus fracturas: en cinco meses Adela no supo de yesos ni de clavos y no porque su estructura ósea se fortaleciera. En esos cinco meses, Adela se clavó a la cama toda lágrimas y ahhhhh. A partir del segundo mes comenzó a leer y promedió cuatro libros por semana que yo mismo le traía de la biblioteca de Centro Cultura. Tres psicólogos desfilaron durante ese tiempo por la habitación de mi amiga. El de más éxito logró recibir una frágil bofetada. Hubo un cuarto que probó con la hipnosis, pero, en la fase media, Guillermo ordenó que parasen vaya a saber por qué.
Yo creo saber por qué. Pero también creo que no es importante. O sí, pero ya no ahora, cuando no vale la pena hablar de lo que parecía insignificante e imposible, o de los muchos posibles que creía importantes. A los días de regresar con Julia de Cima Mar, volví a reanudar mis visitas a Adela –o a las hermanas triple A, como les llamó Julia–. También reanudé mis clases de guitarra. El mar estuvo verde por allá. Uno nadaba y cuando abría los párpados no podía verse nada. A la noche me ardían los ojos y sentí que unos bichitos me caminaban por dentro de ellos, unos bichitos con patas y manos arponeadas para abrirse paso. Apenas pude abrirlos para ver la nuca y el revoltijo de cabellos del cuerpo que apretaba, la espalda de Julia. “De yo abrazar a Adela cuántos huesos le partiría”, pensé eso y me odié por pensarlo. Los ojos rojos por una semana, por el odio a sí mismos y, claro, el salitre. Gasté tres potes de colirios. Un día la Policosta me detuvo caminando por el malecón para hacerme preguntas necias sobre vicios. Le respondí que qué vicios puede tener Samuel. Al rato, me soltaron con una bolsita de manzanilla y otra de hielo.
Adela no soportaba la música alta que ponía Aleida. Le atormentaba y empezaba a gemir, como temiendo a que se le rajasen los tímpanos. Un año después del desfile de psicólogos, el 17 de junio, ahora lo recuerdo bien, fue a verme tocar. Yo tocaba guitarra con el grupo del Liceo. Yo, Samuel, aunque ayer no era ni soy el yo de hoy, que recuerda un ayer latente, no sabe cómo desclavarse los recuerdos. Me llaman Samuel y a veces me llamo a mí mismo Samuel, cuando no me consigo. Y más que llamarme grito mi nombre, por otro, un nombre secreto que sólo Adela conocía. Adela siempre me hizo poner el demo en el CD player antes de irme. A veces cenaba con ella y Aleida, pero los días que no tenía clases en Centro Cultura. Para ir a clases tenía que agarrar como tres autobuses. Quedaba al otro lado de Intraciudad. De regreso cogía un taxi, si no llegaba a media noche, sobre todo en aquella época de lluvias impredecibles, de atascamientos viales impredecibles, en fin, de impredecibles.
La última vez que vi a Aleida no me despedí y, si lo hice, ese gesto estuvo más cercano a vedar un chao o un hasta mañana, me saludas a tu mamá. Después de la Pro que organizamos en su casa las cosas cambiaron. (Los recuerdos me llegan distorsionados y tengo que afinarlos, pensar con los oídos.) Mejor que ni le hable. Si por casualidad abre la puerta, cuando un futuro Samuel recuerde lo que recuerdo y pienso ahora, y, a la vez, prefiguro un Samuel inminente, revivo a otro que camina por la vereda y suele estirar sus pensamientos, adoptar poses poéticas, leer a Huidobro para robarse las letras y las miradas de sus amigas en el Liceo, y qué pantallero con la silueta de su guitarra al hombro. Y si por casualidad me atiende ella, no caer en su poco desarrollado juego de ironías. Le faltan cinco neuronas para ser sarcástica. Es insoportable. (El techo de mi habitación se hace más pequeño, como una pantalla vacía, una foto velada.) El timbre hace creer en la temporada de chicharras. Ah, eres tú, dijo y el portazo casi me despeina. Noté que tenía el pelo amarrado con una cola. Creo que la envolvía una toalla. Traté de mirar por la ventana pero el reflejo de un sol duplicado me hirió la vista. Me senté en los peldaños previos a la puerta. Al rato sentí la cerradura agitarse. Me aporreó la puerta con saña. Samuel, disculpa, ya puedes subir a ver a mi hermana, ya me estaba preguntando si no venías, dijo, y en eso apareció un tipo como de metro noventa que la agarró por la cintura y empezó a morderle el cuello como a un gatito. Casi tuve que pedirle permiso al monstruo de amapuches felinos para entrar. Éste tenía el pelo mojado. Samuel ya llegó, le dije a Adela y si estaba dormida o si sólo simulaba estarlo, abrió los ojos lo necesariamente rápido para que no dudara que tomó sus pastillas energizantes. Su piel vidriosa –la de sus manos y rostro eran las únicas que no estaban enyesadas– delataba, al menos, la presencia de venas, “parecían culebrillas azules, culebrillas azules y rosadas”. Y una vez se lo dije con toda la ternura de la que me sentí capaz. Si quería piropearle, tenía que triplicar mi prudencia. El comentario la hizo enmudecer. Y las ganas anacrónicas de abofetear a ese Samuel regresan con tal sinceridad que siento mi hígado retorcerse. Ese Samuel, estoy seguro, sinceramente seguro, sintió cómo esa idea se le fracturaba y lo rasgaba con filosas astillas en algún lugar dentro de él. Esos mismos trozos desperdigados de memorias, de pequeñas ideas me llevan o me arrastran o me empujan hasta ese 17 de junio en que mandé a quitar las sillas para que la gente brincase como loca cuando el concierto entró en calor. Mi decisión ignoró las consecuencias y qué consecuencias si ni sabía que Adela estaba allí, entre la bruma de brazos y cuerpos espasmódicos que se flagelaban con la música. Y qué consecuencias si a última hora Guillermo, condescendiente, la había dejado ir, total, tenía como ocho meses que ni un rasguño y el concierto iba a ser en sillas de fiesta: algo inconcebible a fin de clases.
En otra rumba que instaló Aleida como delegada de curso, la Pro, Adela sufrió un quiebre psicológico. Sus padres se habían ido de vacaciones aprovechando un puente. Como a las dos de la mañana, Adela se levantó a no sé qué y me vio estrujándole los labios a Aleida –por supuesto que con los míos. Casi todos pusieron cara de pupilas dilatadas, cuando apareció en camisón de dormir, al menos, los que únicamente habían oído hablar de Adela. Lo que hizo fue gritar que ella me llamaba por mi nombre secreto y que nadie más que ella lo sabía. Comprobé el alto grado de insensibilidad de Aleida pero igual seguí estrujándole los labios. Le serví otra bebida o creo que le di un poco o un mucho de la mía. Descubrí que su sensibilidad la tenía en la nuca.
Me sentí un poco culpable por lo ocurrido, no en la Pro, sino en el concierto. Llega el momento de que yo sea él, porque no soy el mismo de hace diez años ni 17 de junio y más cabello. No es fácil. No es nada fácil. Uno se ve invisible en los recuerdos. El Samuel inmaduro, con ganas de triunfar de aquellos años, convenció a los padres de Adela para que ella fuera a verme. Siempre le había contado lo de los ensayos y que iba todo en marcha. Sacamos como diez demos para repartirlos a las disqueras, pero no tuvimos suerte. Y si no hubiera sido por el toque del viernes pasado, no recordaría tantas cosas que creía olvidadas. Cada uno de nosotros –somos dos y fuimos cinco: teclado, voz, bajo, batería y guitarra– se quedó con un demo. Yo el mío se lo presté a Adela, ya por el tiempo podía considerarlo un obsequio. Y hablo de y recuerdo el ‘99, tan lleno de todo, tan última cifra, graduación. Recuerdo veredas con números romanos y aires de simpleza cuadriculada.

¿Te estabas haciendo la dormida, Adela?, le pregunté. Hoy hablé con Julián y está desesperado –dijo–. Sabes cómo es él. Nunca está de acuerdo y espera a que yo diga algo para irse por lo contrario. Y le digo que no le conviene. ¿Tú crees que se divorcie?, preguntó y yo le pregunté que cuál canción quería que le tocase Samuel. –Menos yo…
En el coro se me reventó una cuerda. Adela empezó a gemir como si a ella se le hubiera reventado un cartílago. Se debió escuchar en toda la casa. Aída surgió de debajo de la cama y se quedó en el umbral. Tendría como ocho años. Asustada. No intentó entrar después. Suplí la cuerda y Adela, en un arranque de vanidad, dijo que ya había suficiente música por hoy y que mejor leyera un cuento de Felisberto Hernández que me atrapó. El libro me lo llevaría ese día para que no le cobraran mora. El cuento trataba de unas muñecas que aparecían o desaparecían. Leí concentrándome para pronunciar bien cada palabra. Sólo quebré la voz cuando sentí la puerta de la calle abrirse y cerrarse y la del cuarto abrirse y la señora Ximena que pareció atrapada por el cuento también. Eran como cuarenta páginas y a razón de dos minutos por cada una, en menos de hora y media terminaría.
Samuel tiene sed, me acuerdo que dije para ahuyentar el pudor y las fluctuaciones por dos hojas...

8238

…Y me da por pensar que tengo forma de X. La X de una ecuación sin respuestas. Bloqueada por sus cuatro puntas. A veces me da por pensar que yo soy muchos seres que andan caminando como hormigas en un edificio de cuatro pasillos. Un edificio que de mirarse desde alto, nos recordaría una X de ladrillos. Muchos Marios encontrándose con otros Marios. Marios de épocas y días distintos, porque cada día, con cada amanecer, con cada vuelta de las agujas, amanece un Mario, y con cada noche y sueño, va a parar el Mario de ese día al edificio con silueta de X.
Lo único que hacen los Marios es repetir y repetir hasta el infinito lo que hicieron ese día. Un edificio de 22 pisos. Para el 12 de junio de 2005, si el fin del mundo no ha llegado, inauguraré el piso número 23. Voy a rumbo de rascacielos.
Y un Mario le dice a otro Mario (dos meses menor) o no sé bien si le explica, ya que el tono del habla es particularmente ambiguo y sólo él sabrá. En fin, le habla y le habla te fijas Mario de febrero, que en el cuaderno cuando tomas notas y escribes tu ilegible letra viene una y pum, te sorprendes a ti mismo, porque el trazado es de Método Palmer y chas, tienes que borrarla porque no era la palabra que tenías que escribir sino la que pensabas. Mira, le contesta el menor, yo he estado en este edificio de 22 1/2 pisos más tiempo que tú. Al Mario (dos meses mayor) le intriga que su interlocutor haya respondido de manera soez y se marcha a barbotar incoherencias.
Y en el piso 6, el Mario 2373 piensa, abstraído, mientras ve la luz intermitente de algo que parece ser un electrodoméstico. Él sigue pensando que si voltea y vuelve su mirada hacia la luz intermitente, ésta durará más tiempo en pasar de un estado a otro, de destello a eclipsado o de eclipsado a destello, dependiendo de cuando Mario 2373 comenzó a mirar. En esa actividad pasa horas y no halla mayor regocijo que seguir y seguir, y no parar.
Hay 202 Marios esperando por la inauguración del piso 23. Hay otros pisos en construcción. Por el esqueleto estructural de los futuros pisos no se ve ningún Mario. La entrada al 23 está absolutamente restringida. Si quisiera predecir mi rostro sólo tendría que buscar en el pasado, en las fotos, donde el fluido del tiempo se detiene. Buscar no en las fotos mías, sino en las de Papá o Abuelo, del mismo modo en que mi Papá puede verse en el futuro escudriñando las fotos del suyo, Oscar Morenza, su padre, mi Abuelo, el esposo, el músico, el vecino. Sólo una vez me atreví a ver los primeros pisos, los del sótano. Allí hay una serie de habitaciones. Hay Marios. Muchos Marios embriones, a razón de diez por habitación. En cápsulas del tamaño de botellones de agua. Y no en literas como se exigió a partir del piso quince en adelante, a consecuencia de la proporción espacio-cantidad centímetros cúbicos de los Marios1. En el último de los pisos del sótano, hay un abismo que, deduzco, va a ninguna parte. El Mario 6305 se lanzó por ese precipicio y jamás se escuchó el estallido de ningún hueso contra superficie líquida o sólida. Según se murmura entre los Marios que lo conocieron mejor, entre el 6029 y 6394 –sus compañeros de año y piso– aquél sufrió un ataque de sensibilidad cuando nadie quiso escuchar su discurso y decidió eclipsarse, abandonar para siempre su estado de destello. Otras versiones señalan que peleó con el Mario 6306, su más cercano Mario, porque éste, al día siguiente, hizo lo contrario que el primero había planeado concienzudamente.
Cada once de junio se lleva a cabo un censo. Hasta ahora sólo se ha perdido un Mario de los 8237. Mañana, primero de enero, llegará el Mario que hoy escribe y ha decidido esperar, en su cuarto, el fin del mundo. Es un individuo que puede inyectarle ideas nuevas a los Marios. A lo mejor se sindicalizan y les da por construir un edificio alterno para vivir más despejados los unos de los otros. Cada uno se ha llevado algo de aquí. Aunque hay otros que van sin rumbo por los pasillos. Marios de días perdidos, del Absolutamente Nada. Hay Marios enérgicos. En el piso cinco, yace la mayor cantidad de Marios enfermos, con un catarro permanente. Los estornudos son las sílabas más pronunciadas. Del quince para arriba, los hay que se la pasan leyendo en sus camas. Muchos del piso dieciocho recuerdan a aquella muchacha, un poco grandecita y aindiada, con más nostalgia que enamoramiento. Se la pasan mirando por la ventana todo el día. Sin ver nada. Sólo el vacío albiceleste. Si tienen binoculares alcanzan la silueta de la Intraciudad, al este. Memoria queda al norte. Recuerdos al sur. Pero, fuera, puras nubes y tiempo ven los Marios del dieciocho.

Índice



Yo puedo hablar

Minicuentos del fin del mundo

Vitrum

Demonios del backyard

Las 27 horas del jueves

Melancólicos anónimos

Pasillos

Los ojos de su mano


El juego comienza a la una

Memoria ajena

El hombre que parecía no hablar demasiado

Contratapa




Mario Morenza, en ésta, su primera obra narrativa, producto de una mixtura de géneros bastante inusual, se propone a sí mismo como sujeto experimental de su literatura.

Mario Morenza testifica desde la memoria de sus pasillos recorridos. Una voz en primera persona, asumida desde el referente de su nombre de pila, va deshaciendo lentamente sus pasos en las escaleras del Bloque 4, inclina levemente la espalda en su ascenso cotidiano por la rampa de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. Mira los cordones de sus zapatos. Los nudos hechos en la fibra de las aulas, en las pizarras henchidas de títulos de libros, nombres de autores, clásicos de la literatura universal.

Estamos hablando de un diario, el diario de un joven estudiante de Letras que escribe relatos de corte fantástico que hablan de una ciudad llamada Intraciudad, bastante parecida a Caracas; estamos hablando de crónicas estudiantiles como entradas de ese diario, un testimonio individual en el cual la ficción restituye la introspección de realidades interiores.