(fragmento)
El relato Vitrum fue reconocido como finalista en la
V Edición del Concurso Nacional de Cuentos Sacven, en el 2005.
En el mes de mayo de 2008, fue seleccionado para formar parte de la
"Antología de la Novísima Narrativa Breve Hispanoamericana 2008".
A Adela el primer hueso se le quebró a los siete años cuando corría al colegio para no llegar tarde. El yeso le momificó por dos meses el brazo derecho y se lo firmaron tantas veces que su indescubierta alergia a la tinta le produjo una gripe de cama. Aprovechó el reposo para leerse Las aventuras de Tom Sawyer y aprender a ser zurda. Su tendencia a caerse desde niña se notaba más ya que una caída equivalía a semanas de carreras a hospitales a hospitales a hospitales y farmacias tan surtidas como los colores de su uniforme de primaria: blusa marrón y falda gris. Sus Papás, Guillermo y Ximena, optaron por protegerla con rodilleras y casco de skaters. La primera vez que los usó llegó con retraso y al entrar al salón, sus compañeritos pensaron que se había adelantado el carnaval. Guillermo, al verla llegar a casa, dar un portazo, tomarse un vaso de jugo y reventarlo contra el piso con la cara descompuesta por el llanto, entendió que seguir vistiéndola así le acarrearía trastornos psicológicos.
Cuando Adela cumplió doce años una tía tuvo el desacierto de regalarle una Barbie enfermera. De la muñeca sólo quedó el cabello, parecía una Barbie post-ataque-de-violación, con toda la ropa deshilachada. No es un misterio que el diminuto uniforme, impecablemente blanco junto a esa maletita en cuyo centro resaltaba la emblemática cruz roja, le rememoró los traumáticos días de terapia.
A los trece, Adela ya usaba lentes que competían en grosor con las lupas. “Unas muletas para los ojos”, razonó con la lucidez de un párroco o el desvarío de un enfermo atosigado de morfina. En fin, razonó, si se puede llegar a razonar a 40 grados de fiebre. Resumiendo, Adela quería sus lentes para releer Tom Sawyer.
Adela tenía dos hermanas, o las dos hermanas, Aleida y Aída, la tenían a ella. Aleida, la del medio, exhibía una personalidad que era el opuesto absoluto de Adela. La más pequeña era Aída, cuatro años menor que Aleida y ocho menos que Adela. Los embarazos de Ximena se disponían en perfecta progresión aritmética. Aída no tenía personalidad, o, al menos, no se podía hablar de personalidad a esas alturas de la vida, era un naufragar de comportamientos entre sus dos hermanas, un naufragar que estaba buscando un puerto donde encallar o estrellarse como los vasos de jugo y brebajes que de tarde en tarde lanzaba Adela contra piso o paredes.
En la pubertad, Adela asumió prudencias rigurosas. Caminar por una acera o por una cuerda floja era básicamente lo mismo. Una acróbata tenía tantas precauciones en el trapecio como Adela al subir o bajar escaleras. Ir al baño lo consideraba un deporte extremo. También su vida anduvo por una cuerda floja: de los siete a los quince tuvo veintinueve fracturas, destacan doce en la pierna izquierda y una craneal que por centímetros la deja en coma. A los dieciséis su cuerpo estaba rayado por cicatrices quirúrgicas.
La playa era un territorio que nunca visitaría, al menos no en traje de baño. Playa era una palabra impronunciable ante ella. Claro, se podía editar un diccionario de palabras-impronunciables-ante-Adela y uno tenía que concentrarse en lo que hablaba para no herirla. Un adverbio de tiempo podía ser devastador. Cuando una amiga mía de Cuarto año la invitó a pasar unos días en Cima Mar, me provocó azuzarla ahí mismito, delante de Adela. Pero la cordialidad –o la insidia– de Julia, así se llamaba o le llaman a nuestra condiscípula, redujo la frecuencia de sus fracturas: en cinco meses Adela no supo de yesos ni de clavos y no porque su estructura ósea se fortaleciera. En esos cinco meses, Adela se clavó a la cama toda lágrimas y ahhhhh. A partir del segundo mes comenzó a leer y promedió cuatro libros por semana que yo mismo le traía de la biblioteca de Centro Cultura. Tres psicólogos desfilaron durante ese tiempo por la habitación de mi amiga. El de más éxito logró recibir una frágil bofetada. Hubo un cuarto que probó con la hipnosis, pero, en la fase media, Guillermo ordenó que parasen vaya a saber por qué.
Yo creo saber por qué. Pero también creo que no es importante. O sí, pero ya no ahora, cuando no vale la pena hablar de lo que parecía insignificante e imposible, o de los muchos posibles que creía importantes. A los días de regresar con Julia de Cima Mar, volví a reanudar mis visitas a Adela –o a las hermanas triple A, como les llamó Julia–. También reanudé mis clases de guitarra. El mar estuvo verde por allá. Uno nadaba y cuando abría los párpados no podía verse nada. A la noche me ardían los ojos y sentí que unos bichitos me caminaban por dentro de ellos, unos bichitos con patas y manos arponeadas para abrirse paso. Apenas pude abrirlos para ver la nuca y el revoltijo de cabellos del cuerpo que apretaba, la espalda de Julia. “De yo abrazar a Adela cuántos huesos le partiría”, pensé eso y me odié por pensarlo. Los ojos rojos por una semana, por el odio a sí mismos y, claro, el salitre. Gasté tres potes de colirios. Un día la Policosta me detuvo caminando por el malecón para hacerme preguntas necias sobre vicios. Le respondí que qué vicios puede tener Samuel. Al rato, me soltaron con una bolsita de manzanilla y otra de hielo.
Adela no soportaba la música alta que ponía Aleida. Le atormentaba y empezaba a gemir, como temiendo a que se le rajasen los tímpanos. Un año después del desfile de psicólogos, el 17 de junio, ahora lo recuerdo bien, fue a verme tocar. Yo tocaba guitarra con el grupo del Liceo. Yo, Samuel, aunque ayer no era ni soy el yo de hoy, que recuerda un ayer latente, no sabe cómo desclavarse los recuerdos. Me llaman Samuel y a veces me llamo a mí mismo Samuel, cuando no me consigo. Y más que llamarme grito mi nombre, por otro, un nombre secreto que sólo Adela conocía. Adela siempre me hizo poner el demo en el CD player antes de irme. A veces cenaba con ella y Aleida, pero los días que no tenía clases en Centro Cultura. Para ir a clases tenía que agarrar como tres autobuses. Quedaba al otro lado de Intraciudad. De regreso cogía un taxi, si no llegaba a media noche, sobre todo en aquella época de lluvias impredecibles, de atascamientos viales impredecibles, en fin, de impredecibles.
La última vez que vi a Aleida no me despedí y, si lo hice, ese gesto estuvo más cercano a vedar un chao o un hasta mañana, me saludas a tu mamá. Después de la Pro que organizamos en su casa las cosas cambiaron. (Los recuerdos me llegan distorsionados y tengo que afinarlos, pensar con los oídos.) Mejor que ni le hable. Si por casualidad abre la puerta, cuando un futuro Samuel recuerde lo que recuerdo y pienso ahora, y, a la vez, prefiguro un Samuel inminente, revivo a otro que camina por la vereda y suele estirar sus pensamientos, adoptar poses poéticas, leer a Huidobro para robarse las letras y las miradas de sus amigas en el Liceo, y qué pantallero con la silueta de su guitarra al hombro. Y si por casualidad me atiende ella, no caer en su poco desarrollado juego de ironías. Le faltan cinco neuronas para ser sarcástica. Es insoportable. (El techo de mi habitación se hace más pequeño, como una pantalla vacía, una foto velada.) El timbre hace creer en la temporada de chicharras. Ah, eres tú, dijo y el portazo casi me despeina. Noté que tenía el pelo amarrado con una cola. Creo que la envolvía una toalla. Traté de mirar por la ventana pero el reflejo de un sol duplicado me hirió la vista. Me senté en los peldaños previos a la puerta. Al rato sentí la cerradura agitarse. Me aporreó la puerta con saña. Samuel, disculpa, ya puedes subir a ver a mi hermana, ya me estaba preguntando si no venías, dijo, y en eso apareció un tipo como de metro noventa que la agarró por la cintura y empezó a morderle el cuello como a un gatito. Casi tuve que pedirle permiso al monstruo de amapuches felinos para entrar. Éste tenía el pelo mojado. Samuel ya llegó, le dije a Adela y si estaba dormida o si sólo simulaba estarlo, abrió los ojos lo necesariamente rápido para que no dudara que tomó sus pastillas energizantes. Su piel vidriosa –la de sus manos y rostro eran las únicas que no estaban enyesadas– delataba, al menos, la presencia de venas, “parecían culebrillas azules, culebrillas azules y rosadas”. Y una vez se lo dije con toda la ternura de la que me sentí capaz. Si quería piropearle, tenía que triplicar mi prudencia. El comentario la hizo enmudecer. Y las ganas anacrónicas de abofetear a ese Samuel regresan con tal sinceridad que siento mi hígado retorcerse. Ese Samuel, estoy seguro, sinceramente seguro, sintió cómo esa idea se le fracturaba y lo rasgaba con filosas astillas en algún lugar dentro de él. Esos mismos trozos desperdigados de memorias, de pequeñas ideas me llevan o me arrastran o me empujan hasta ese 17 de junio en que mandé a quitar las sillas para que la gente brincase como loca cuando el concierto entró en calor. Mi decisión ignoró las consecuencias y qué consecuencias si ni sabía que Adela estaba allí, entre la bruma de brazos y cuerpos espasmódicos que se flagelaban con la música. Y qué consecuencias si a última hora Guillermo, condescendiente, la había dejado ir, total, tenía como ocho meses que ni un rasguño y el concierto iba a ser en sillas de fiesta: algo inconcebible a fin de clases.
En otra rumba que instaló Aleida como delegada de curso, la Pro, Adela sufrió un quiebre psicológico. Sus padres se habían ido de vacaciones aprovechando un puente. Como a las dos de la mañana, Adela se levantó a no sé qué y me vio estrujándole los labios a Aleida –por supuesto que con los míos. Casi todos pusieron cara de pupilas dilatadas, cuando apareció en camisón de dormir, al menos, los que únicamente habían oído hablar de Adela. Lo que hizo fue gritar que ella me llamaba por mi nombre secreto y que nadie más que ella lo sabía. Comprobé el alto grado de insensibilidad de Aleida pero igual seguí estrujándole los labios. Le serví otra bebida o creo que le di un poco o un mucho de la mía. Descubrí que su sensibilidad la tenía en la nuca.
Me sentí un poco culpable por lo ocurrido, no en la Pro, sino en el concierto. Llega el momento de que yo sea él, porque no soy el mismo de hace diez años ni 17 de junio y más cabello. No es fácil. No es nada fácil. Uno se ve invisible en los recuerdos. El Samuel inmaduro, con ganas de triunfar de aquellos años, convenció a los padres de Adela para que ella fuera a verme. Siempre le había contado lo de los ensayos y que iba todo en marcha. Sacamos como diez demos para repartirlos a las disqueras, pero no tuvimos suerte. Y si no hubiera sido por el toque del viernes pasado, no recordaría tantas cosas que creía olvidadas. Cada uno de nosotros –somos dos y fuimos cinco: teclado, voz, bajo, batería y guitarra– se quedó con un demo. Yo el mío se lo presté a Adela, ya por el tiempo podía considerarlo un obsequio. Y hablo de y recuerdo el ‘99, tan lleno de todo, tan última cifra, graduación. Recuerdo veredas con números romanos y aires de simpleza cuadriculada.
¿Te estabas haciendo la dormida, Adela?, le pregunté. Hoy hablé con Julián y está desesperado –dijo–. Sabes cómo es él. Nunca está de acuerdo y espera a que yo diga algo para irse por lo contrario. Y le digo que no le conviene. ¿Tú crees que se divorcie?, preguntó y yo le pregunté que cuál canción quería que le tocase Samuel. –Menos yo…
En el coro se me reventó una cuerda. Adela empezó a gemir como si a ella se le hubiera reventado un cartílago. Se debió escuchar en toda la casa. Aída surgió de debajo de la cama y se quedó en el umbral. Tendría como ocho años. Asustada. No intentó entrar después. Suplí la cuerda y Adela, en un arranque de vanidad, dijo que ya había suficiente música por hoy y que mejor leyera un cuento de Felisberto Hernández que me atrapó. El libro me lo llevaría ese día para que no le cobraran mora. El cuento trataba de unas muñecas que aparecían o desaparecían. Leí concentrándome para pronunciar bien cada palabra. Sólo quebré la voz cuando sentí la puerta de la calle abrirse y cerrarse y la del cuarto abrirse y la señora Ximena que pareció atrapada por el cuento también. Eran como cuarenta páginas y a razón de dos minutos por cada una, en menos de hora y media terminaría.
Samuel tiene sed, me acuerdo que dije para ahuyentar el pudor y las fluctuaciones por dos hojas...
Cuando Adela cumplió doce años una tía tuvo el desacierto de regalarle una Barbie enfermera. De la muñeca sólo quedó el cabello, parecía una Barbie post-ataque-de-violación, con toda la ropa deshilachada. No es un misterio que el diminuto uniforme, impecablemente blanco junto a esa maletita en cuyo centro resaltaba la emblemática cruz roja, le rememoró los traumáticos días de terapia.
A los trece, Adela ya usaba lentes que competían en grosor con las lupas. “Unas muletas para los ojos”, razonó con la lucidez de un párroco o el desvarío de un enfermo atosigado de morfina. En fin, razonó, si se puede llegar a razonar a 40 grados de fiebre. Resumiendo, Adela quería sus lentes para releer Tom Sawyer.
Adela tenía dos hermanas, o las dos hermanas, Aleida y Aída, la tenían a ella. Aleida, la del medio, exhibía una personalidad que era el opuesto absoluto de Adela. La más pequeña era Aída, cuatro años menor que Aleida y ocho menos que Adela. Los embarazos de Ximena se disponían en perfecta progresión aritmética. Aída no tenía personalidad, o, al menos, no se podía hablar de personalidad a esas alturas de la vida, era un naufragar de comportamientos entre sus dos hermanas, un naufragar que estaba buscando un puerto donde encallar o estrellarse como los vasos de jugo y brebajes que de tarde en tarde lanzaba Adela contra piso o paredes.
En la pubertad, Adela asumió prudencias rigurosas. Caminar por una acera o por una cuerda floja era básicamente lo mismo. Una acróbata tenía tantas precauciones en el trapecio como Adela al subir o bajar escaleras. Ir al baño lo consideraba un deporte extremo. También su vida anduvo por una cuerda floja: de los siete a los quince tuvo veintinueve fracturas, destacan doce en la pierna izquierda y una craneal que por centímetros la deja en coma. A los dieciséis su cuerpo estaba rayado por cicatrices quirúrgicas.
La playa era un territorio que nunca visitaría, al menos no en traje de baño. Playa era una palabra impronunciable ante ella. Claro, se podía editar un diccionario de palabras-impronunciables-ante-Adela y uno tenía que concentrarse en lo que hablaba para no herirla. Un adverbio de tiempo podía ser devastador. Cuando una amiga mía de Cuarto año la invitó a pasar unos días en Cima Mar, me provocó azuzarla ahí mismito, delante de Adela. Pero la cordialidad –o la insidia– de Julia, así se llamaba o le llaman a nuestra condiscípula, redujo la frecuencia de sus fracturas: en cinco meses Adela no supo de yesos ni de clavos y no porque su estructura ósea se fortaleciera. En esos cinco meses, Adela se clavó a la cama toda lágrimas y ahhhhh. A partir del segundo mes comenzó a leer y promedió cuatro libros por semana que yo mismo le traía de la biblioteca de Centro Cultura. Tres psicólogos desfilaron durante ese tiempo por la habitación de mi amiga. El de más éxito logró recibir una frágil bofetada. Hubo un cuarto que probó con la hipnosis, pero, en la fase media, Guillermo ordenó que parasen vaya a saber por qué.
Yo creo saber por qué. Pero también creo que no es importante. O sí, pero ya no ahora, cuando no vale la pena hablar de lo que parecía insignificante e imposible, o de los muchos posibles que creía importantes. A los días de regresar con Julia de Cima Mar, volví a reanudar mis visitas a Adela –o a las hermanas triple A, como les llamó Julia–. También reanudé mis clases de guitarra. El mar estuvo verde por allá. Uno nadaba y cuando abría los párpados no podía verse nada. A la noche me ardían los ojos y sentí que unos bichitos me caminaban por dentro de ellos, unos bichitos con patas y manos arponeadas para abrirse paso. Apenas pude abrirlos para ver la nuca y el revoltijo de cabellos del cuerpo que apretaba, la espalda de Julia. “De yo abrazar a Adela cuántos huesos le partiría”, pensé eso y me odié por pensarlo. Los ojos rojos por una semana, por el odio a sí mismos y, claro, el salitre. Gasté tres potes de colirios. Un día la Policosta me detuvo caminando por el malecón para hacerme preguntas necias sobre vicios. Le respondí que qué vicios puede tener Samuel. Al rato, me soltaron con una bolsita de manzanilla y otra de hielo.
Adela no soportaba la música alta que ponía Aleida. Le atormentaba y empezaba a gemir, como temiendo a que se le rajasen los tímpanos. Un año después del desfile de psicólogos, el 17 de junio, ahora lo recuerdo bien, fue a verme tocar. Yo tocaba guitarra con el grupo del Liceo. Yo, Samuel, aunque ayer no era ni soy el yo de hoy, que recuerda un ayer latente, no sabe cómo desclavarse los recuerdos. Me llaman Samuel y a veces me llamo a mí mismo Samuel, cuando no me consigo. Y más que llamarme grito mi nombre, por otro, un nombre secreto que sólo Adela conocía. Adela siempre me hizo poner el demo en el CD player antes de irme. A veces cenaba con ella y Aleida, pero los días que no tenía clases en Centro Cultura. Para ir a clases tenía que agarrar como tres autobuses. Quedaba al otro lado de Intraciudad. De regreso cogía un taxi, si no llegaba a media noche, sobre todo en aquella época de lluvias impredecibles, de atascamientos viales impredecibles, en fin, de impredecibles.
La última vez que vi a Aleida no me despedí y, si lo hice, ese gesto estuvo más cercano a vedar un chao o un hasta mañana, me saludas a tu mamá. Después de la Pro que organizamos en su casa las cosas cambiaron. (Los recuerdos me llegan distorsionados y tengo que afinarlos, pensar con los oídos.) Mejor que ni le hable. Si por casualidad abre la puerta, cuando un futuro Samuel recuerde lo que recuerdo y pienso ahora, y, a la vez, prefiguro un Samuel inminente, revivo a otro que camina por la vereda y suele estirar sus pensamientos, adoptar poses poéticas, leer a Huidobro para robarse las letras y las miradas de sus amigas en el Liceo, y qué pantallero con la silueta de su guitarra al hombro. Y si por casualidad me atiende ella, no caer en su poco desarrollado juego de ironías. Le faltan cinco neuronas para ser sarcástica. Es insoportable. (El techo de mi habitación se hace más pequeño, como una pantalla vacía, una foto velada.) El timbre hace creer en la temporada de chicharras. Ah, eres tú, dijo y el portazo casi me despeina. Noté que tenía el pelo amarrado con una cola. Creo que la envolvía una toalla. Traté de mirar por la ventana pero el reflejo de un sol duplicado me hirió la vista. Me senté en los peldaños previos a la puerta. Al rato sentí la cerradura agitarse. Me aporreó la puerta con saña. Samuel, disculpa, ya puedes subir a ver a mi hermana, ya me estaba preguntando si no venías, dijo, y en eso apareció un tipo como de metro noventa que la agarró por la cintura y empezó a morderle el cuello como a un gatito. Casi tuve que pedirle permiso al monstruo de amapuches felinos para entrar. Éste tenía el pelo mojado. Samuel ya llegó, le dije a Adela y si estaba dormida o si sólo simulaba estarlo, abrió los ojos lo necesariamente rápido para que no dudara que tomó sus pastillas energizantes. Su piel vidriosa –la de sus manos y rostro eran las únicas que no estaban enyesadas– delataba, al menos, la presencia de venas, “parecían culebrillas azules, culebrillas azules y rosadas”. Y una vez se lo dije con toda la ternura de la que me sentí capaz. Si quería piropearle, tenía que triplicar mi prudencia. El comentario la hizo enmudecer. Y las ganas anacrónicas de abofetear a ese Samuel regresan con tal sinceridad que siento mi hígado retorcerse. Ese Samuel, estoy seguro, sinceramente seguro, sintió cómo esa idea se le fracturaba y lo rasgaba con filosas astillas en algún lugar dentro de él. Esos mismos trozos desperdigados de memorias, de pequeñas ideas me llevan o me arrastran o me empujan hasta ese 17 de junio en que mandé a quitar las sillas para que la gente brincase como loca cuando el concierto entró en calor. Mi decisión ignoró las consecuencias y qué consecuencias si ni sabía que Adela estaba allí, entre la bruma de brazos y cuerpos espasmódicos que se flagelaban con la música. Y qué consecuencias si a última hora Guillermo, condescendiente, la había dejado ir, total, tenía como ocho meses que ni un rasguño y el concierto iba a ser en sillas de fiesta: algo inconcebible a fin de clases.
En otra rumba que instaló Aleida como delegada de curso, la Pro, Adela sufrió un quiebre psicológico. Sus padres se habían ido de vacaciones aprovechando un puente. Como a las dos de la mañana, Adela se levantó a no sé qué y me vio estrujándole los labios a Aleida –por supuesto que con los míos. Casi todos pusieron cara de pupilas dilatadas, cuando apareció en camisón de dormir, al menos, los que únicamente habían oído hablar de Adela. Lo que hizo fue gritar que ella me llamaba por mi nombre secreto y que nadie más que ella lo sabía. Comprobé el alto grado de insensibilidad de Aleida pero igual seguí estrujándole los labios. Le serví otra bebida o creo que le di un poco o un mucho de la mía. Descubrí que su sensibilidad la tenía en la nuca.
Me sentí un poco culpable por lo ocurrido, no en la Pro, sino en el concierto. Llega el momento de que yo sea él, porque no soy el mismo de hace diez años ni 17 de junio y más cabello. No es fácil. No es nada fácil. Uno se ve invisible en los recuerdos. El Samuel inmaduro, con ganas de triunfar de aquellos años, convenció a los padres de Adela para que ella fuera a verme. Siempre le había contado lo de los ensayos y que iba todo en marcha. Sacamos como diez demos para repartirlos a las disqueras, pero no tuvimos suerte. Y si no hubiera sido por el toque del viernes pasado, no recordaría tantas cosas que creía olvidadas. Cada uno de nosotros –somos dos y fuimos cinco: teclado, voz, bajo, batería y guitarra– se quedó con un demo. Yo el mío se lo presté a Adela, ya por el tiempo podía considerarlo un obsequio. Y hablo de y recuerdo el ‘99, tan lleno de todo, tan última cifra, graduación. Recuerdo veredas con números romanos y aires de simpleza cuadriculada.
¿Te estabas haciendo la dormida, Adela?, le pregunté. Hoy hablé con Julián y está desesperado –dijo–. Sabes cómo es él. Nunca está de acuerdo y espera a que yo diga algo para irse por lo contrario. Y le digo que no le conviene. ¿Tú crees que se divorcie?, preguntó y yo le pregunté que cuál canción quería que le tocase Samuel. –Menos yo…
En el coro se me reventó una cuerda. Adela empezó a gemir como si a ella se le hubiera reventado un cartílago. Se debió escuchar en toda la casa. Aída surgió de debajo de la cama y se quedó en el umbral. Tendría como ocho años. Asustada. No intentó entrar después. Suplí la cuerda y Adela, en un arranque de vanidad, dijo que ya había suficiente música por hoy y que mejor leyera un cuento de Felisberto Hernández que me atrapó. El libro me lo llevaría ese día para que no le cobraran mora. El cuento trataba de unas muñecas que aparecían o desaparecían. Leí concentrándome para pronunciar bien cada palabra. Sólo quebré la voz cuando sentí la puerta de la calle abrirse y cerrarse y la del cuarto abrirse y la señora Ximena que pareció atrapada por el cuento también. Eran como cuarenta páginas y a razón de dos minutos por cada una, en menos de hora y media terminaría.
Samuel tiene sed, me acuerdo que dije para ahuyentar el pudor y las fluctuaciones por dos hojas...
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