Foto: Semana de la Narrativa Urbana. Miércoles 25 de abril de 2007. En la foto aparecen de izquierda a derecha: Eduardo Cobos, Marianne Díaz, Mario Morenza en plena lectura de Demonios del backyard y Federico Vegas.
Desde la ventana de la habitación de los niños se ve el backyard, a diferencia de hace once años. Estuve amontonando las diferencias entre el backyard de ahora con el de aquella época y encontré tantas como minutos llevo en el pueblo: unas treinta. Casualmente, o sin el casual, hoy es Día de Llamas. También he telefoneado dos veces y apagado el aire acondicionado para que Julia lo encienda y cierre las ventanas. Mi camisa está desabotonada. Ahora, espero tranquilo a Julia tras dos meses de simulacros sin riesgos.
A las cinco de la tarde dejábamos la playa para venir a conmersar. Hoy me quedo en lo de siempre –por última vez– o en lo que antes nunca pensé en quedarme. Y sepultado por trapos sucios habilité una ranura entre las telas para ver pasar las moscas. Las veo rayar el aire. Veo mi reloj que anda cada vez más lento. La pared reñida con la pintura, saturada de dictiópteros. Un faro amarillo. Un tubo de escape que imita una escopeta paleolítica. Las ventanillas que cerraré. Muy cerca, en el suelo, veo un dado que señala dos.
Acabo de llegar de la ciudad y he mirado las fotos de Julia en la sala, comprobando que siguen ahí, menos las mías. Vi a Julia con personas que ya no son y formaron parte de su vida con un apego tan delgado como la capa de polvo del aparador, una parranda de recuerdos sobre cada anaquel. Julia, no nacida o sólo vecina en aquellos tiempos fotografiados, heredó la Casa de un tío y éste de otro, un militar sin medallas ni rangos, cuyo único testimonio es un daguerrotipo que delata su torpeza en ropajes y que la estética de los Contreras es un defecto genético.
La mayoría de las veces íbamos Tía Bertha, Julia y yo. Hoy es como volver a los setenta. Los muebles, cerraduras y cuadros siguen siendo los mismos. Lo primero es el comedor decimonónico por el que anduve como si me pesara el aire. El aparador de la sala exhibe objetos dignos del British Museum. Hay un baño en el piso superior. El arquitecto seguro intuía que el uso de la escalera previo a necesidades biológicas ablanda intestinos y endurece pantorrillas. Cuando ha de requerirse, se ve una topografía de tapices en la pared que corrobora la evolución de los antigustos de la familia, actividad que ablanda la retina. Arriba, tres de las cinco puertas son alcobas. A dos de ellas entré. La restante parece sellada y no me animé a forzar picaportes. Terminé por desabotonarme por completo la camisa. La habitación grande tiene una ventana que da a la Calle Principal. (Es posible que durante los últimos tiempos yo hubiese pasado por esa misma calle y mirado, atento, hacia donde hace minutos miré y vuelvo a comparar diferencias. La urbanización en la que Julia habita no se encuentra muy lejos de Casa, a unos quince minutos automotor. También he pasado por allá. He visto el Jeep. El mismo del tubo de escape que veo a medias y que he fotografiado al lado del rústico de Julia. Ella pudo estar o no en esos momentos. Pero nadie presagia nada que ya es pasado como si tentara al futuro.) Entre el departamento de Julia y Casa se ha tendido una línea invisible por la que ella peregrina con absoluta naturalidad. Desde la habitación de los niños se deja ver el backyard: una llanura agarrotada de sombras densas, densas y cebradas, una intriga de palmeras datilera y más allá algunos Zygoptera –o caballitos del diablo, como insensiblemente se les llama. Caminar en línea recta es imposible. Se ve puro monte empecinado en crecer y en no dejarse cortar con la sumisión de antes, como si sus raíces surcaran la Tierra para ir a otro cielo, a otro backyard.
Después del caso del demonio del backyard nunca supe de otro tan historia pueblerina. Yo vi cuando muchacho un demonio. Vomité la noche y toda la noche. La babaza hasta por la nariz. El demonio comió mi apetito. Después yo raquítico, sueros y ¡ay!, cállate que ahí viene el doctor. Hoy que llego vomitado por la ciudad, he revisado las alcobas. La de los niños vacía, sin ningún rastro de desarreglos de sábanas. Y el baño. Había dos toallas húmedas que colgaban en dos de tres garfios. Oriné. Pensé que el estertor del inodoro no iba a parar. Se botó el tanque. Se encharcó el piso. Resbalé. Caí de culo. Sequé el piso con las toallas. Las exprimí en la regadera. En el cuarto de Julia –antiguamente de sus tíos, luego de ella y míos– se sospechaba la trémula mano de quien padece Parkinson. Todo era un caos espeso. Ordenarlo era un desatino mental. Podía mover cualquier objeto con la seguridad de que Julia lo pasaría por alto: escondí el remote control. Moví un elefantito de cristal. Enderecé el retrato de Bertha al óleo. Las alacenas tienen comida para abastecer a un centro de acopio en Burundi. El bar haría lo mismo con las cantimploras de una excursión irlandesa al Sahara. En la nevera el agua yo la he alterado con un veneno para ratas. Bebí una de dos cervezas. Eructé. De allí, pasé a donde estoy, en el garaje, agazapado y con la imagen de las llaves del Jeep que busqué y hallé en el comedor de pisa-papeles. Ahora me encuentro entre la lavadora y la pared ubicadas en el garaje. No me verán. Un monolito de trapos sucios. Los hendí para ver moscas suicidas partirse las antenas. Las veo cómo rayan el aire. Veo mi reloj que anda como renco. La pared reñida con la pintura. Veo dictiópteros que hacen de la pared una superficie nerviosa, inestable. Veo un faro amarillo. Veo las ventanillas que cerraré. Veo el dado que ahora señala uno.
Son las cinco menos cuarto.
Ya estoy harto de esperar y Día de Llamas.
En el verano del ´75 comenzó lo raro. Tía Bertha, la tía de Julia, con su bañador de película de los cincuenta, nos vigilaba la vida. Yo tenía catorce y Julia dieciséis años y creíamos contaminarnos de la moda de su tía: escuchábamos tangos y veíamos películas mudas. Por esa época, le dio un ataque de argentinidad que le duró como tres años. Julia, no por ese anticuaire, influenciado y cortesía Bertha Contreras C.A., carecía de atributos que homenajeaban al Día de la alimentación: sus pecas frijoles risueños, labios jugosidad sandía, pechos vocalmente abarcables, adobaban una piel caramelo descansado. Los frecuentes mareos y vómitos que aguanté en el Ford de Tía, camino a la playa o de la ciudad a Casa o de regreso a la ciudad, creo que se debieron a la admiración de orgánicos bimundos que a las angucurvas de la carretera. Recuerdo un día en que recién terminábamos Primaria que de recompensa Tía nos llevó a mirar el océano desde la panorámica más alta de kilómetros a la redonda de Cima Mar. Sólo se podía en carro e irse por serpenteadas vías. En la cumbre, la resolana del Caribe nos taladró las sienes, nos veló un horizonte de un azul multimatizado. Julia se hacía la niña valiente y repetía a cada rato que a ella el sol nada. Yo, haciéndome el imperturbable, aguanté sin éxito un vómito. Después del comentario, no pude más y eché al acantilado toda la babaza acumulada. Vacié lo necesario para llenar tres potes de mermelada. Tía Bertha nos había dicho que no nos acercáramos a ella porque haría cosas y necesitaba silencio y soledad, que nos quedáramos jugando a unir palabras. De allí salió solencio. Cuando me lancé al borde de la montaña, vi a Bertha agachada en una pendiente de angulación retadora para un alpinista. Cantaba en lengua inédita, rebosada de amuletos que por su entintada avisaban años de lluvias y oxidaciones. Después de ella todo era un vértigo de náuseas. En uno de esos viajes me fui doblemente enjuliando.
A Julia la veía a diario en la ciudad, ya en el Bloque 4 o ya en el liceo y hola, qué tal, la cantina, biología, empanada y tamarindo, es bueno desayunarse, siempre decía. Ella iba y venía con sus compinches hablando de Leonardo Favio. Si yo me acercaba, entonces el encimoso. Un chisme sobre el profesor Marín me concedía minutos de ella (y sus amigas). Nunca conmersábamos en esas geografías metropolitanas. La atmósfera costeña la revestía con una invisible pomada magnética. O sólo ideas mías y era porque no tenía con quien más hablar. Me mareaba desde el desayuno hasta la noche cuando nos dormíamos en chinchorros cercanos. Cuando nos tocaba arriba, dormíamos en alcobas separadas. En una de esas noches fue que, al despertarnos y no poder dormir, aprovechamos y salimos al backyard. Esto nos estaba vedado a partir de las seis. Salimos varias veces y protegernos de los mosquitos se convertía en prioridad. A la mañana siguiente, las ronchas sanguinolentas y arañadas evidenciaban la andanza nocturna, la criminal impavidez de Los Guardianes del Aire, como les bautizamos. Ninguno le decía nada a Bertha. Pero la lealtad sólo llegaba hasta su interrogatorio glucósido: “La verdad o no pastel”. Método infalible que hacía contradecirnos. Me contradije muchas veces. Todo debido a que por esos días escuché una entrevista radial en la que alguien decía hombre estúpido era el que no se contradecía por lo menos tres veces diarias. Tal fue mi temor a ser un hombre estúpido que el contradecirme se convirtió en hábito. En una mañana tripliqué esa escala anti-estupidez en mi contra, precisamente en el test psico-pastelero de la Tía. Contrariado, me avoqué a blasfemar mentalmente sobre la extraña hipótesis y sobre la imagen de Julia merendándose el pastel con un apetito afín al de los mosquitos merendándose nuestros brazos y espaldas. Una sacudida de impotencia que se hizo sentir en el estómago. Dudé. Me atosigaba que el fallo se debía a lazos sanguíneos, si es que quedaba algo de sangre en Julia después de su donación forzada a esas alimañas draculinas. De todas maneras, Julia y yo, con perfiles anémicos, nos volvíamos a concialiar para backyard de noche. Sólo la imagen del demonio que vi, mas Julia no, aplacó el vicio de explorar el terreno que de día era lo más vulgar del mundo. Me cansé de bombardearlo con mi china-caza-lepidópteros. La noche que vi al demonio del backyard me cansé de vomitarla (a la noche, claro).
Tres o cuatro años después, llegaría una interminable tarde de verano y cítricos en que Tía Bertha salió al pueblo a comprar no sé qué cosas e iba a tardar (y tardó) como dos horas en regresar, eso nos dijo, que iba al pueblo a comprar cosas. Antes de marcharse nos dejó encargados de Casa. Para que nos quedáramos tranquilos no escatimó el pulso clínico en sostener una jarra frambuesa –que me recordaba al vestido empepitado de Julia para los Fin de Año– llena hasta el tope de jugo de naranja y con sendas rodajas de limón encajadas en los bordes. La bebimos entera antes que Tía Bertha encendiera su Ford y lo sacara del garaje. “Nada de dislates aquí”, dijo con su tono de profesora de gramática jubilada. Esa tarde no bombardeé el backyard. En menos de cinco minutos me comenzó una garraspera en la garganta. En cinco minutos estábamos haciendo ejercicios en los cuatro-metros-escaleras-arriba y quien-llega-primero-al-baño. Recuerdo que yo tenía como quince casi dieciséis y, que, para esa época, a Julia dos-años-más le había salido una espinilla en la frente que provocaba incluirla en la dieta de frutas de la Tía. Agotados, invadimos la habitación de Bertha, territorio tan prohibido como el backyard 6 p.m. Nos zarandeamos en la cama con un acoplamiento sísmico. Quedamos bocarriba, frente a una pintura que mostraba a Tía veinte años más joven antes de morir y viendo la constelación de animalitos aéreos que se situaban en un techo que hacía de helipuerto invertido y que Julia aprendió a leer como si se tratase de un oráculo. Lo cierto es que a las pecas, al vestido empepitado, se le agregaba otro elemento que confesaba su extraña atracción por las superficies punteadas. Mi tímido acné no la desanimó. Julia me quitó la tembladera y la ropa con mimos maternales y olfateos de quien descubre una fragancia. Puede que los animalitos profetizaran fuego en su cielo inferior. El cromosoma de la delicadeza en Julia se descostró. Ella me enterneció por frágil, por volverse tosca y vehemente al responder o al no encontrar palabras. Me enjulió su mano que nada tenía de inflexible y sí mucho de nariz y rizos secos. Según Julia gozosa puse rostro de intoxicado con calamares. Le extirpé su espinilla mía favorita en venganza.
Las salidas al pueblo de Bertha aumentaron. Los retoces se volvieron habituales. Sólo teñidos bajo la mirada giocondiana de la Tía al óleo, que renacía de sí misma y recordaba su regreso toda emperifollada de amuletos y guirnaldas imprecisas.
Después la de los vómitos fue Julia...
A las cinco de la tarde dejábamos la playa para venir a conmersar. Hoy me quedo en lo de siempre –por última vez– o en lo que antes nunca pensé en quedarme. Y sepultado por trapos sucios habilité una ranura entre las telas para ver pasar las moscas. Las veo rayar el aire. Veo mi reloj que anda cada vez más lento. La pared reñida con la pintura, saturada de dictiópteros. Un faro amarillo. Un tubo de escape que imita una escopeta paleolítica. Las ventanillas que cerraré. Muy cerca, en el suelo, veo un dado que señala dos.
Acabo de llegar de la ciudad y he mirado las fotos de Julia en la sala, comprobando que siguen ahí, menos las mías. Vi a Julia con personas que ya no son y formaron parte de su vida con un apego tan delgado como la capa de polvo del aparador, una parranda de recuerdos sobre cada anaquel. Julia, no nacida o sólo vecina en aquellos tiempos fotografiados, heredó la Casa de un tío y éste de otro, un militar sin medallas ni rangos, cuyo único testimonio es un daguerrotipo que delata su torpeza en ropajes y que la estética de los Contreras es un defecto genético.
La mayoría de las veces íbamos Tía Bertha, Julia y yo. Hoy es como volver a los setenta. Los muebles, cerraduras y cuadros siguen siendo los mismos. Lo primero es el comedor decimonónico por el que anduve como si me pesara el aire. El aparador de la sala exhibe objetos dignos del British Museum. Hay un baño en el piso superior. El arquitecto seguro intuía que el uso de la escalera previo a necesidades biológicas ablanda intestinos y endurece pantorrillas. Cuando ha de requerirse, se ve una topografía de tapices en la pared que corrobora la evolución de los antigustos de la familia, actividad que ablanda la retina. Arriba, tres de las cinco puertas son alcobas. A dos de ellas entré. La restante parece sellada y no me animé a forzar picaportes. Terminé por desabotonarme por completo la camisa. La habitación grande tiene una ventana que da a la Calle Principal. (Es posible que durante los últimos tiempos yo hubiese pasado por esa misma calle y mirado, atento, hacia donde hace minutos miré y vuelvo a comparar diferencias. La urbanización en la que Julia habita no se encuentra muy lejos de Casa, a unos quince minutos automotor. También he pasado por allá. He visto el Jeep. El mismo del tubo de escape que veo a medias y que he fotografiado al lado del rústico de Julia. Ella pudo estar o no en esos momentos. Pero nadie presagia nada que ya es pasado como si tentara al futuro.) Entre el departamento de Julia y Casa se ha tendido una línea invisible por la que ella peregrina con absoluta naturalidad. Desde la habitación de los niños se deja ver el backyard: una llanura agarrotada de sombras densas, densas y cebradas, una intriga de palmeras datilera y más allá algunos Zygoptera –o caballitos del diablo, como insensiblemente se les llama. Caminar en línea recta es imposible. Se ve puro monte empecinado en crecer y en no dejarse cortar con la sumisión de antes, como si sus raíces surcaran la Tierra para ir a otro cielo, a otro backyard.
Después del caso del demonio del backyard nunca supe de otro tan historia pueblerina. Yo vi cuando muchacho un demonio. Vomité la noche y toda la noche. La babaza hasta por la nariz. El demonio comió mi apetito. Después yo raquítico, sueros y ¡ay!, cállate que ahí viene el doctor. Hoy que llego vomitado por la ciudad, he revisado las alcobas. La de los niños vacía, sin ningún rastro de desarreglos de sábanas. Y el baño. Había dos toallas húmedas que colgaban en dos de tres garfios. Oriné. Pensé que el estertor del inodoro no iba a parar. Se botó el tanque. Se encharcó el piso. Resbalé. Caí de culo. Sequé el piso con las toallas. Las exprimí en la regadera. En el cuarto de Julia –antiguamente de sus tíos, luego de ella y míos– se sospechaba la trémula mano de quien padece Parkinson. Todo era un caos espeso. Ordenarlo era un desatino mental. Podía mover cualquier objeto con la seguridad de que Julia lo pasaría por alto: escondí el remote control. Moví un elefantito de cristal. Enderecé el retrato de Bertha al óleo. Las alacenas tienen comida para abastecer a un centro de acopio en Burundi. El bar haría lo mismo con las cantimploras de una excursión irlandesa al Sahara. En la nevera el agua yo la he alterado con un veneno para ratas. Bebí una de dos cervezas. Eructé. De allí, pasé a donde estoy, en el garaje, agazapado y con la imagen de las llaves del Jeep que busqué y hallé en el comedor de pisa-papeles. Ahora me encuentro entre la lavadora y la pared ubicadas en el garaje. No me verán. Un monolito de trapos sucios. Los hendí para ver moscas suicidas partirse las antenas. Las veo cómo rayan el aire. Veo mi reloj que anda como renco. La pared reñida con la pintura. Veo dictiópteros que hacen de la pared una superficie nerviosa, inestable. Veo un faro amarillo. Veo las ventanillas que cerraré. Veo el dado que ahora señala uno.
Son las cinco menos cuarto.
Ya estoy harto de esperar y Día de Llamas.
En el verano del ´75 comenzó lo raro. Tía Bertha, la tía de Julia, con su bañador de película de los cincuenta, nos vigilaba la vida. Yo tenía catorce y Julia dieciséis años y creíamos contaminarnos de la moda de su tía: escuchábamos tangos y veíamos películas mudas. Por esa época, le dio un ataque de argentinidad que le duró como tres años. Julia, no por ese anticuaire, influenciado y cortesía Bertha Contreras C.A., carecía de atributos que homenajeaban al Día de la alimentación: sus pecas frijoles risueños, labios jugosidad sandía, pechos vocalmente abarcables, adobaban una piel caramelo descansado. Los frecuentes mareos y vómitos que aguanté en el Ford de Tía, camino a la playa o de la ciudad a Casa o de regreso a la ciudad, creo que se debieron a la admiración de orgánicos bimundos que a las angucurvas de la carretera. Recuerdo un día en que recién terminábamos Primaria que de recompensa Tía nos llevó a mirar el océano desde la panorámica más alta de kilómetros a la redonda de Cima Mar. Sólo se podía en carro e irse por serpenteadas vías. En la cumbre, la resolana del Caribe nos taladró las sienes, nos veló un horizonte de un azul multimatizado. Julia se hacía la niña valiente y repetía a cada rato que a ella el sol nada. Yo, haciéndome el imperturbable, aguanté sin éxito un vómito. Después del comentario, no pude más y eché al acantilado toda la babaza acumulada. Vacié lo necesario para llenar tres potes de mermelada. Tía Bertha nos había dicho que no nos acercáramos a ella porque haría cosas y necesitaba silencio y soledad, que nos quedáramos jugando a unir palabras. De allí salió solencio. Cuando me lancé al borde de la montaña, vi a Bertha agachada en una pendiente de angulación retadora para un alpinista. Cantaba en lengua inédita, rebosada de amuletos que por su entintada avisaban años de lluvias y oxidaciones. Después de ella todo era un vértigo de náuseas. En uno de esos viajes me fui doblemente enjuliando.
A Julia la veía a diario en la ciudad, ya en el Bloque 4 o ya en el liceo y hola, qué tal, la cantina, biología, empanada y tamarindo, es bueno desayunarse, siempre decía. Ella iba y venía con sus compinches hablando de Leonardo Favio. Si yo me acercaba, entonces el encimoso. Un chisme sobre el profesor Marín me concedía minutos de ella (y sus amigas). Nunca conmersábamos en esas geografías metropolitanas. La atmósfera costeña la revestía con una invisible pomada magnética. O sólo ideas mías y era porque no tenía con quien más hablar. Me mareaba desde el desayuno hasta la noche cuando nos dormíamos en chinchorros cercanos. Cuando nos tocaba arriba, dormíamos en alcobas separadas. En una de esas noches fue que, al despertarnos y no poder dormir, aprovechamos y salimos al backyard. Esto nos estaba vedado a partir de las seis. Salimos varias veces y protegernos de los mosquitos se convertía en prioridad. A la mañana siguiente, las ronchas sanguinolentas y arañadas evidenciaban la andanza nocturna, la criminal impavidez de Los Guardianes del Aire, como les bautizamos. Ninguno le decía nada a Bertha. Pero la lealtad sólo llegaba hasta su interrogatorio glucósido: “La verdad o no pastel”. Método infalible que hacía contradecirnos. Me contradije muchas veces. Todo debido a que por esos días escuché una entrevista radial en la que alguien decía hombre estúpido era el que no se contradecía por lo menos tres veces diarias. Tal fue mi temor a ser un hombre estúpido que el contradecirme se convirtió en hábito. En una mañana tripliqué esa escala anti-estupidez en mi contra, precisamente en el test psico-pastelero de la Tía. Contrariado, me avoqué a blasfemar mentalmente sobre la extraña hipótesis y sobre la imagen de Julia merendándose el pastel con un apetito afín al de los mosquitos merendándose nuestros brazos y espaldas. Una sacudida de impotencia que se hizo sentir en el estómago. Dudé. Me atosigaba que el fallo se debía a lazos sanguíneos, si es que quedaba algo de sangre en Julia después de su donación forzada a esas alimañas draculinas. De todas maneras, Julia y yo, con perfiles anémicos, nos volvíamos a concialiar para backyard de noche. Sólo la imagen del demonio que vi, mas Julia no, aplacó el vicio de explorar el terreno que de día era lo más vulgar del mundo. Me cansé de bombardearlo con mi china-caza-lepidópteros. La noche que vi al demonio del backyard me cansé de vomitarla (a la noche, claro).
Tres o cuatro años después, llegaría una interminable tarde de verano y cítricos en que Tía Bertha salió al pueblo a comprar no sé qué cosas e iba a tardar (y tardó) como dos horas en regresar, eso nos dijo, que iba al pueblo a comprar cosas. Antes de marcharse nos dejó encargados de Casa. Para que nos quedáramos tranquilos no escatimó el pulso clínico en sostener una jarra frambuesa –que me recordaba al vestido empepitado de Julia para los Fin de Año– llena hasta el tope de jugo de naranja y con sendas rodajas de limón encajadas en los bordes. La bebimos entera antes que Tía Bertha encendiera su Ford y lo sacara del garaje. “Nada de dislates aquí”, dijo con su tono de profesora de gramática jubilada. Esa tarde no bombardeé el backyard. En menos de cinco minutos me comenzó una garraspera en la garganta. En cinco minutos estábamos haciendo ejercicios en los cuatro-metros-escaleras-arriba y quien-llega-primero-al-baño. Recuerdo que yo tenía como quince casi dieciséis y, que, para esa época, a Julia dos-años-más le había salido una espinilla en la frente que provocaba incluirla en la dieta de frutas de la Tía. Agotados, invadimos la habitación de Bertha, territorio tan prohibido como el backyard 6 p.m. Nos zarandeamos en la cama con un acoplamiento sísmico. Quedamos bocarriba, frente a una pintura que mostraba a Tía veinte años más joven antes de morir y viendo la constelación de animalitos aéreos que se situaban en un techo que hacía de helipuerto invertido y que Julia aprendió a leer como si se tratase de un oráculo. Lo cierto es que a las pecas, al vestido empepitado, se le agregaba otro elemento que confesaba su extraña atracción por las superficies punteadas. Mi tímido acné no la desanimó. Julia me quitó la tembladera y la ropa con mimos maternales y olfateos de quien descubre una fragancia. Puede que los animalitos profetizaran fuego en su cielo inferior. El cromosoma de la delicadeza en Julia se descostró. Ella me enterneció por frágil, por volverse tosca y vehemente al responder o al no encontrar palabras. Me enjulió su mano que nada tenía de inflexible y sí mucho de nariz y rizos secos. Según Julia gozosa puse rostro de intoxicado con calamares. Le extirpé su espinilla mía favorita en venganza.
Las salidas al pueblo de Bertha aumentaron. Los retoces se volvieron habituales. Sólo teñidos bajo la mirada giocondiana de la Tía al óleo, que renacía de sí misma y recordaba su regreso toda emperifollada de amuletos y guirnaldas imprecisas.
Después la de los vómitos fue Julia...